domingo, 19 de enero de 2014

Las Parcas



Después de unas desconsoladoras semanas de exámenes con todo el deterioro mental que eso supone vuelvo a publicar alguna cosica, evidentemente antigua, pues a ver quién es el gracioso necesarísimo que haga eso. Es un pequeño relato con varias connotaciones surrealistas, subversivas y que además aparecerá en la próxima recopilación de relatos que tendré lista el mes que viene, a ver si por fin ya, y con un prólogo de mi buen amigo Enrique Zamorano. (Podéis ver su blog pinchando aquí.).

 Pues eso, que en este relato que sigue hay porno duro, jipis adolescentes desnudas, violencia callejera, etc. O quizás no.
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Dos viejas están frente a frente en un destartalado desván. Ambas sentadas en sendas mecedoras que a cada vaivén crujen de pura decadencia. No hay luz en la estancia excepto la que proporciona, como si fuese un foco, el sol rojo que se cuela a través de un ventanuco situado bajo la gran viga transversal que divide el desván en dos mitades. Cada una de las dos ancianas está situada en uno de los lados, separadas y divididas por aquella frontera invisible de fotones producto del viaje lisérgico de algún lejano astro incandescente situado tras las paredes de la discordia, encaladas y quebradizas que separan la habitación del exterior. En el techo cuelga una telaraña y fuera de la casa y a dos mil leguas de allí, sin ningún motivo aparente, un joven arroja un reloj en el suelo antes de alejarse perseguido por una estrella fugaz. La libertad nace. Las viejas esperan el regreso de las vibraciones, inquietas por el resultado del paradero de los ratones que creen responsables de nada, y de pronto comienzan a tejer. De una pequeña cesta de mimbre situada en el suelo y a plena luz recogen unas agujas y unas pequeñas madejas rojas como la sangre de Marte. En la cesta hay otros objetos y sus manos vacilan y se crispan cuando se acercan para recogerlas. Al parecer en la lucha de voluntades consecuente y aterradora ninguna sale vencedora. La pequeña canica de cristal blanco permanece en su sitio, resplandeciente por la luz que se derrama sobre ella, y lo mismo hace el fino y rectangular dado de hueso que respira angustiado a su lado.
Ambas contendientes retiran sus abigarradas fuerzas de la lucha y sin mirarse a la cara (no tienen ojos y sus cuencas están vacías y llenas de nada) comienzan incómodas con su labor. Tejen y tejen y tejen como afanosas arañas; como resultado, una estrambótica prenda aparece de la nada. Es monstruosa y tiene cerca de mil mangas, varios cientos de aberturas para el cuello y cerca de quinientos bolsillos llenos de agujeros. Ponen tanto afán en su empeño que finalmente, sin darse cuenta, acaban fusionando sus creaciones y formando una única prenda descomunal. Los arrugados nervios de la cara les vibran de la emoción contenida y una lágrima polvorienta se desliza desde las oquedades de sus ojos vacíos y estériles para caer sobre la lengua, que saborea el diminuto líquido con placer. Poco les queda ya para cumplir con su bestial encargo.
Se detienen un momento y se toman un respiro. Las sillas, a su vez, también detienen su balanceo hipnótico. En otra parte lejana del mundo, una funcionaria de cincuenta y cinco años llamada M… escucha un chiste delirante, se carcajea y acaba perdiendo el equilibrio, dando con sus posaderas en el suelo y tirando la silla en la que se encontraba sentada. Un gato astuto, salta entonces desde el enlosado balcón del jardín y se hace con el ratón de plástico que llevaba M… en la diadema del pelo. La libertad actúa.
La buhardilla no ha parecido cambiar desde entonces. Una nueva mirada en los alrededores revela que no existe ninguna trampilla ni salida en aquel extraño desván. ¿Cómo han entrado, pues, aquellas idílicas ancianas, portadoras de la más absoluta innecesaridad, en aquel antro oscuro? Un sabio se rasca la barba en una biblioteca lejana en alguna ciudad a punto de ser absorbida por el mar rabioso. Tintinea una farola en alguna parte, y a un alumno revoltoso se le cae un lápiz en medio de una clase de latín clásico. Las viejas no pueden soportar más la presión y se ponen de nuevo a trabajar. La libertad muere. El balanceo regresa a las mecedoras y las agujas tricotan con saña. Un detalle consistiría en señalar que ambas señoras visten de negro. De vez en cuando echan miradas furtivas hacia la cesta de mimbre donde además de la canica de cristal y el pedazo de hueso, hay ahora también unas brillantes tijeras de plata.
Al caer en la cuenta de que no tienen ojos y que no ven, se preguntan cómo han descubierto las tijeras y existiendo entre ambas consenso sobre la cuestión, deciden que, consecuentemente, la luz que deja pasar el ventanuco es fútil y superflua. Se giran al unísono y lanzan de manera pérfida sendas agujas al inocente ventanuco, que herido de muerte al ser atravesado por aquellos punzantes dardos, lanza al aire un último estertor de agonía y deja que los instrumentos perpetradores de su muerte caigan por el otro lado en el jardín de agua inmensa que rodea la casa. De inmediato muere y, en la pared del desván, el marco del ventanuco se encoge y se deforma hasta desaparecer. La pared, harta de la ocupación de semejante parásito en su lisa superficie recupera su espacio en el espacio y suspira a gusto, con lo que de inmediato se hace noche cerrada en la habitación. Las viejas sonríen satisfechas con los resultados y entre jadeos y silbidos se congratulan por el éxito de la operación. Si hubiera habido luz, el eremita Z…podría haber visto sin necesidad de esfuerzo alguno, aún desde su cueva en las lejanas montañas, más allá del lago de su patria; que ninguna de las dos tenía dientes; y eso solamente si le hubiese apetecido interrumpir su profunda meditación e inmiscuirse en tan banales asuntos, cosa que no parecía probable. Alguna libertad, a veces, escapa de su acción.
Sin motivo aparente entonces, aparece un pequeño hombrecillo moreno vestido de uniforme ferroviario, gorra incluida. Ceñudo y agitando indignado el dedo, deposita entre ambas mujeres un farolillo incandescente que brilla con mortecina luz. Después, mientras las viejas aún atónitas intentan rehacerse del impacto producido por semejante intrusión, el hombrecillo retrocede caminando hacia atrás y observándolas atentamente con una amenaza dibujada en los ojillos, desapareciendo por fin en las sombras.
Nuevos destellos se producen entonces en los objetos de la cesta y de nuevo las manos chocan en su propósito de hacerse con ellos. Las viejas suspiran molestas. Siguen cosiendo un rato en la prenda, añadiendo algún remiendo aquí y allá, o poniendo un botón en cierto sitio…hasta que sorprendidas, se dan cuenta de que en su delirio creador han fusionado sus hilos y sus puntadas uniendo las prendas para crear una única vestidura. Ambas rompen a gritar como energúmenas, muy enfurecidas por la torpeza de la otra. La más rápida de las dos, y también la más fea y arrugada, se hace de pronto con las tijeras de la cesta, y sin perder un instante comienza a dividir la extraña prenda en dos pedazos. La otra aprovechando la oportunidad y al ver que su compañera está distraída, se lleva a todo correr a un rincón del desván los otros dos codiciados objetos de la cesta. Se introduce en la oscuridad y desaparece de la escena. De vez en cuando se escuchan sus graznidos de placer entre las telarañas del fondo. Por fin la vieja arrugada y más fea acaba de cortar la prenda en dos y agotada se sienta en su mecedora secándose el asqueroso sudor de su macilenta frente.
De repente se pregunta dónde diablos está la otra vieja y da un respingo al verla regresar de la oscuridad cloqueando y celebrando su victoria: en una de las cuencas vacías lleva la canica de cristal, y por eso ahora veía; y en una de las desnudas encías sobresalía el dado de hueso, por eso ahora mordía. Se acercó de dos zancadas a la otra y sin perderla de vista un instante le mordió salvajemente en el cuello aprovechándose de su superioridad. En menos de lo que canta un gallo comenzaron a pelear y a arrearse tremendos golpes y mordiscos. Finalmente, tras un rato interminable, la una consiguió arrebatarle a la otra el improvisado diente y se lo colocó en la boca. Hicieron una tregua, evaluándose, y ya estaban a punto de lanzarse de nuevo a la trifulca, cuando se me ocurrió que ya era hora de acabar el cuento y las grité que parasen de una vez y que terminaran su trabajo olvidado. Se volvieron como golpeadas por un rayo: una con su apagado ojo de cristal y la otra con su rocambolesco diente, y en un instante me atraparon y me sujetaron el tiempo suficiente para que una de ellas (la más vieja y fea, creo) me pusiera una de las dos odiosas partes de la prenda que habían estado confeccionando durante todo el tiempo. Me introdujeron por las aberturas colocando correctamente todos mis brazos y piernas hasta que me di cuenta de que me estaba asfixiando y decidí poner punto y final al cuento para salvar la vida. La libertad creadora es la única que triunfa.
Inmediatamente, una vez escrita la palabra “Fin”, desaparecieron las dos viejas, el farol, las tijeras, la canica, el dado, y sobre todo la aparatosa prenda que muy solícitamente ayudó a quitarme el hombrecillo uniformado de ferrocarril. Le di las gracias y esperé a que colocara un nuevo ventanuco en la pared por el que entrara algo de luz luz, para invitarle a que se sentara conmigo en las mecedoras y esperar indefinidamente a que nos crecieran las barbas mirándonos sin pestañear. En un instante de masoquismo extremo se me ocurrió preguntarle por qué él no había desaparecido junto al resto de las cosas.
En cuanto el ferroviario comenzó a hablar no puede evitar caer dormido. Será que no tolero la palabra de ningún hombre uniformado, o que anoche, en vez de laxantes tomé algún tipo de adormidera. Por cierto, que cerca de nosotros reposaban los huesos de la tercera parca, posiblemente devorada por las otras dos en tiempos pretéritos.

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