“Es así que la palabra, para no morir en otra
palabra, se disuelve en cenizas”
Panero dixit y Panero murió hace apenas unos meses
al sur, donde la Independencia es
africana, quizás
y muchachos de ojos marrones pierden
guaguas noctámbulas, quizás
pidiendo socialismo y autodeterminación
nacional porque quieren, quizás
como he dicho, la Independencia Africana
que Panero quizás
obtuvo allí de mano de un sapo
boquiabierto y amarillo llamado España.
Es así pues, que la palabra ínfima del
lenguaje abjurado
se seca, se mantiene aparte, aislada,
perfecta en su exilio mundano
como un cúmulo de brillante e indiferente
sal del Sahara
o sal
de pozo, sal al fin y al cabo cúbica, que sacia la sed
de algas, cumbres, brezos y faros perdidos
en henh-yehtx Ulm!
Salada España, secas por fin tus entrañas
puedes ahora arrojar
la sal al vientre de dulces lágrimas de
almizcle, durante el parto del devenir
de esa otra España que pretende
distinguirse entendiendo que
“La muerte no consiste
en no poder comunicar
sino en ser ya para siempre incomprendido.”
Qué mal sabes en mi boca, piedra santa del
mar; sal ahora grandiosa hez y
oye, qué bien explota en llamas la
palabra, España, disolviéndose
para todos los que chillamos en qué
quedarás después reducida, escoria,
En qué
En palabra callada, no viva más que
En qué
En palabra conformista, que no golpea y
se esconde
En qué
En palabra hueca, no ajustada
En qué
En palabra ahogada, no, nadie olvida el
emputecido cuerpo y
qué
bien explota en llamas la palabra, España, disolviéndose.
Y una vez terminada, bien pronunciada, strictu sensu, toda palabra
una vez que el ano expulsa cálidamente su
céfiro negro
cuando reina la calma y ya se escuchan
las plantas crecer
en los frisos de machos cabríos
sodomizando niños
aparece blanca, se convierte al fin en
la prometida ceniza.
…
En un charco enlutado de París abrevó el
croissant una vez
ese loco llamado Leopoldo María Panero;
mucho, mucho
antes de morir hace apenas unos meses
muy, muy solo
y al sur, donde está el manicomio del
Doctor Rafael Inglott,
lejos
de aquella agua tártara en la que vislumbró la falsedad y el
final de la palabra, absorbida por el
croissant impregnado de aceite
espeso
y tibio, in stercore inventur; igual de
arrobado que Narciso
ante el reflejo verde de su rostro en una
charca inmunda durante
el
tiempo inmóvil y condenado de Abraxas y los restantes Escilas.
Una vez más la falta de fuego y la
abundancia de nada evitan las cenizas,
y una vez más la palabra aparece,
cadavérica, en el epitafio sempiterno,
como el poema de un lamed wufnik póstumo
que murmura entre dientes:
“Tengo mi pipa de opio al lado
de un libro de metafísica alemana
El Tiempo, y no España, dirá quién soy
yo.”
…