martes, 18 de noviembre de 2014

Porca parola




“Es así que la palabra, para no morir en otra

palabra, se disuelve en cenizas”


Panero dixit y Panero murió hace apenas unos meses

al sur, donde la Independencia es africana, quizás

y muchachos de ojos marrones pierden guaguas noctámbulas, quizás

pidiendo socialismo y autodeterminación nacional porque quieren, quizás

como he dicho, la Independencia Africana que Panero quizás

obtuvo allí de mano de un sapo boquiabierto y amarillo llamado España.

Es así pues, que la palabra ínfima del lenguaje abjurado

se seca, se mantiene aparte, aislada, perfecta en su exilio mundano

como un cúmulo de brillante e indiferente sal del Sahara

 o sal de pozo, sal al fin y al cabo cúbica, que sacia la sed

de algas, cumbres, brezos y faros perdidos en henh-yehtx Ulm!

Salada España, secas por fin tus entrañas puedes ahora arrojar

la sal al vientre de dulces lágrimas de almizcle, durante el parto del devenir

de esa otra España que pretende distinguirse entendiendo que

“La muerte no consiste

en no poder comunicar

sino en ser ya para siempre incomprendido.”

Qué mal sabes en mi boca, piedra santa del mar; sal ahora grandiosa hez y

oye, qué bien explota en llamas la palabra, España, disolviéndose

para todos los que chillamos en qué quedarás después reducida, escoria,

En qué

En palabra callada, no viva más que

En qué

En palabra conformista, que no golpea y se esconde

En qué

En palabra hueca, no ajustada

En qué

En palabra ahogada, no, nadie olvida el emputecido cuerpo y

 qué bien explota en llamas la palabra, España, disolviéndose.

Y una vez terminada, bien pronunciada, strictu sensu, toda palabra

una vez que el ano expulsa cálidamente su céfiro negro

cuando reina la calma y ya se escuchan las plantas crecer

en los frisos de machos cabríos sodomizando niños

aparece blanca, se convierte al fin en la prometida ceniza.


En un charco enlutado de París abrevó el croissant una vez

ese loco llamado Leopoldo María Panero; mucho, mucho

antes de morir hace apenas unos meses muy, muy solo

y al sur, donde está el manicomio del Doctor Rafael Inglott,

 lejos de aquella agua tártara en la que vislumbró la falsedad y el

  final de la palabra, absorbida por el croissant impregnado de aceite

 espeso y tibio, in stercore inventur; igual de arrobado que Narciso

ante el reflejo verde de su rostro en una charca inmunda durante

 el tiempo inmóvil y condenado de Abraxas y los restantes Escilas.

Una vez más la falta de fuego y la abundancia de nada evitan las cenizas,

y una vez más la palabra aparece, cadavérica, en el epitafio sempiterno,

como el poema de un lamed wufnik póstumo que murmura entre dientes:



“Tengo mi pipa de  opio al lado

de un libro de metafísica alemana

El Tiempo, y no España, dirá quién soy yo.”

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