miércoles, 30 de julio de 2014

PARAÍSO ARTIFICIAL



Paseaba por una calle de la periferia un canuto de la mano de un joven cuando el joven, de repente, frunce el ceño y se detiene:

Pensaba el porro en un niño sentado sobre una alfombra amarilla y, a su vez, el niño vagamente recordaba que, durante uno de los largos paseos junto a sus padres por su barrio de aspecto devastado, habíase maravillado ante un raro paraíso utópico, sembrado de suntuosa verdura y oriental belleza. Lianas africanas colgaban ofreciéndose al tiempo que las siniestras alturas de los juncos ensombrecían las aguas marrones de una charca oculta que hervía como si fuera lava tornasolada. Para acceder al secreto recinto había que empantanarse en una pequeña inmensidad, vencer en la denodada lucha contra todo tipo de moscas, espigas de acero, cardos y zarzas de águila; tras lo cual la espesura aumentaba hasta convertirse en selva virgen de rivera. El niño creía haber vislumbrado entonces una pelota a bandas amarillas y rojas flotando en las pantanosas aguas de miel pútrida; pero su padre, atemorizado por no sé qué croar malsano, con la frente cadavérica llena de ojos florecientes, rápidamente aferró el brazo del niño y se lo llevó de allí. El aliento de Katha-Puh los persiguió hasta que se pusieron a salvo, entre las tranquilizadoras excavadoras amarillas.

Tal temor era semejante a la más execrable y falaz de las pesadillas, parecido al terror producido por los íncubos quienes durante las siestas de agosto se introducen en los calenturientos cuerpos y se recrean en proferir chillidos sordos para despertar bruscamente a los púberes dormidos que brincan aterrados con los ojos aún negros que delatan al Maligno. Siempre, tras los sueños, el recién despertado observa, ciertamente somnoliento y sorprendido, la trayectoria imposible por veloz que un insecto negro caído de su cuerpo describe en su apresurada huída. El bribón que escapa con su saco a la espalda. Además, nunca se dejará, mientras tanto, de percibir unas lejanas carcajadas con tonos agudos, apenas perceptibles, que tan pronto como llegan se van.

Ahora, tras el delicioso recuerdo, el canuto empuja al joven a liberar su extremo de algodón gris y a sugerirle inmediatamente que reavive el rubí del centro, pues se trata del mismo íncubo, con distinto rostro, pero asimismo dotado de idéntica malicia aristocrática y mendaz. El mismo que tenía dentro de sí cuando era un niño. El de lunares risotadas.